A los pies de cada calle quebrada hay una alfombra de cristales rotos. Las ventanas y las puertas de vidrio son lo primero que desaparece cuando la violencia las alcanza en forma de misil. En esos pedazos de lo que fue, aún rebota la luz, tiñéndolas de color. A menudo son el único brillo que reluce en medio del polvo gris que domina la escena. Admirarlas por un segundo mientras se encargan de recoger los rayos de sol transmite una paz extraña. Rara por lo efímera que resulta. Es levantar la mirada y toparse con la más pura devastación. Resulta, incluso, insultante descubrirse consciente de la rapidez con la que irrumpe. Una decisión al otro lado de la fronteras, unas bombas venidas del otro lado del Atlántico, y ¡bum! Para algunas es el adiós definitivo. Para muchas son milésimas de segundos dedicadas a arrasar sus vidas con tan solo apretar un botón. Siempre me pregunto qué hacen inmediatamente después de levantar el dedo. ¿Se ríen? ¿Lo celebran? ¿Chocan las manos con sus compañeros como si de un gol al rival se tratara? Me temo que sí. Que hacer volar por los aires realidades enteras es motivo de aplausos y brindis a solo unos kilómetros de aquí.
(Tal vez por eso antes de ponerme a bailar en el salón de mi casa saludo al dron enemigo que zumba sobre ella y le prometo: «todo esto — los movimientos, la alegría, la celebración de la poca vida que nos queda, la entrega al baile bajo las bombas — , todo esto me lo enseñó el pueblo libanés.»)
Mientras las alfombras de cristales rotos sigan decorando las calles de Beirut, y de tantas otras aldeas, sonreiremos al dron que nos acompaña día y noche. Le enseñaremos todos los dientes, la dentadura entera. Aunque estas alfombras se conviertan en los felpudos de los hogares libaneses, habrá quienes instalen sus nuevas casas sobre ellas, por mucho que sean cuatro lonas de plástico a modo de tienda de campaña. Fundirán el vidrio quebrado para crear nuevos porrones desde los que gozar el vino libanés, o cualquier limonada con menta. Sabrán a victoria, a compañía, a futuro. Entonces, los cristales rotos, como si del primer milagro de Jesús se tratara, almacenarán el agua convertida en vino, como ocurrió en esa misma Caná que hoy resiste bajo las bombas, o el vino devuelto a su estado natural. No importa. Lo que sí habrá es una alargada mesa rebosante de vajillas de cristal presumiendo de grietas. En cada plato, desbordará la comida, bien aliñada con suculento aceite de oliva o melaza de granada. Así, las alfombras de cristales rotos se transformarán para servir en un mañana orgulloso de sus heridas.