Mi país de acogida está bajo las bombas. Su gente emprende la huida. Otras no pueden evitar el martirio. Sus tierras calcinadas. Las olivas, los higos, las uvas extintas. Los hogares reducidos a escombros. Y el latido de este pueblo fuerte y disfrutón se debilita.
El Líbano, mi amado y querido Líbano, nuestro amado y querido Líbano, el tan amado y querido Líbano, está bajo las bombas extranjeras. Los drones nos acompañan noche y día. Los aviones vuelan bajo para que el cielo imite el sonido de explosiones y no olvidemos que están ahí, al acecho. Que las vidas de estas calles, estas casas, estos bares pueden extinguirse en apenas segundos. Y nadie va a hacer nada para detenerlos. Ellos pilotan, ellos deciden, ellos matan.
A mí me toca narrar esas bombas. Contar a un mundo ignorante que, al final de su recorrido, esos proyectiles arrasan vidas. Vidas con sus sueños, con sus planes, con sus amores. Bajo las bombas, las amigas marchan sin saber si volverán. Bajo las bombas todas lloramos en silencio. Pero, antes, mandamos el enésimo mensaje con el mismo contenido. “¿Estáis bien?”. “¿Lo habéis oído?”. “¿Dónde estáis?”. Y nos consolamos. “Parece que ha sido lejos…” “Aquí, en esta zona, nunca pasa nada”. Y seguimos, narrando como las bombas caen sobre lugares lejanos que están cerca. Desechamos las palabras traicioneras. No decimos “feudo”, sí “densamente poblada”. No decimos “cuarteles”, sí “edificios residenciales de 15 plantas”. No decimos “seguidores del partido”, decimos “población civil”. Como custodiadora del dolor ajeno, aún confío en el poder de las palabras. En como llamando a las cosas por su nombre se construyen puentes, se crea empatía, se genera acción. Bajo las bombas que, desde aquí, no logro oír, me aferro con fuerza a esa idea.
Refugiada en mi hogar de color rosa y protegida por mi misión periodística, no me permito pensar en los lugares que ahora mismo, mientras escribo estas líneas, están despareciendo. Las playas en las que no me bañaré, las montañas que no subiré, las limonadas con menta que no saborearé admirando ríos caudalosos, los manouches que no devoraré paseando por ruinas milenarias, las conversaciones que no tendré mientras una mano amable vuelve a rellenarme la tacita de café, los ventanales tradicionales ante los que no me admiraré, las flores en el camino que no podré traer a casa. Por encima de todo no dejo que mi mente imagine a todas las almas con las que no me cruzaré. Todas las historias que rellenarían mis cuadernos para que sigan con vida.
Mi Líbano, el de todas, está bajo las bombas. Y yo solo puedo resignarme a escribirle hasta el agotamiento.