Este espacio, –/zaura/, nuestra revolución–, nació en tiempos de relativa paz. En un momento en que los tambores de guerra no retumbaban por toda esta región que me sirve de hogar desde hace más de cuatro años. Entonces, podíamos hablar de revolución, de música, de literatura, de feminismo. Pero parece que ahora la urgencia de la violencia nos lo impide. Nos resulta incómodo detenernos en esos placeres, revindicar estas ideas en tierras quebradas por bombas extranjeras.
Pero eso no nos impide seguir escribiendo. Los diarios se empiezan a agotar. Los desbordan las palabras, las historias, la rabia, el dolor. En esas ansias por hacer que las páginas sean infinitas, yo, otra periodista más en la capital libanesa, busco refugio aquí. Expando mis cuadernos hasta ocupar un espacio que había reservado para hablar de revoluciones, para reivindicar la belleza de esta tierra, para no traer las tragedias si no eran convertidas en resistencia. Ahora, mi responsabilidad periodística me impide respetar esos objetivos iniciales. Escribo como ejercicio de disidencia intelectual. Aquí queda la prueba.
La primera vez que llegué a Tiro no teníamos donde dormir. Paseamos un poco por su puerto milenario y preguntamos a pescadores y locales sobre algún lugar abierto en pleno noviembre veraniego. Acabamos en un convento. Tras instalarnos en una habitación con vistas al mar, abandonamos nuestras bolsas allí y corrimos a visitar las ruinas romanas que hacen de esta ciudad patrimonio de la humanidad. Suplicamos al vigilante para que nos dejara entrar ya que estaba a punto de cerrar. Y allí estábamos, una ciudad romana sólo para nosotras. Abrazamos sus altísimas columnas, acariciamos los relieves tallados en la piedra hace siglos, escalamos a través de edificios antiguos semiderruidos. Y en la ilusión de ese primer encuentro con cualquier otro Líbano que no fuera el de su capital, forjamos una amistad impermeable al paso del tiempo. Como esas columnas. En la primera noche ya construimos recuerdos para toda una vida. Acabamos el fin de semana viendo ponerse el sol sobre nuestro mar compartido desde un barco con desconocidas. Casi perdemos el autobús informal de vuelta a casa. Suerte que cogimos un atajo a través de las ruinas para pedirle a un taxi que acelerara en medio de ese paseo marítimo siempre colapsado. Ahora nadie circula por él, las ruinas de restaurantes donde comimos y reímos ocupan la calzada.
Con ella volvimos a Tiro siempre acompañadas. En cada una de esas visitas nos zambullimos en el mar y comimos pescado. Ese era el ritual de cada escapada a Sur. Era y será. Después Tiro se convirtió en el retiro veraniego con mi amor. Fines de semana para amanecer con vistas a la Mediterránea, devorar un buen plato de pasta con mariscos y beber cervezas mexicanas. De esas que sólo he saboreado aquí con un chorrito de zumo de limón y un vaso revestido de sal. Y volver a las mismas playas de siempre a dejarse besar por el sol. Parecía que no podía existir tristeza más grande que abandonar Tiro un domingo al atardecer con todos los restos salados del encuentro con el mar sobre la piel.
Estos días ver a esas aguas cristalinas fusionarse con el humo gris que dejan los bombardeos israelíes nos ha demostrado que sí que había una pena mayor, un desgarro imposible de cuantificar. Tenemos los recuerdos para compensarlos, las fotos tan guapas y morenas y felices, la marca del bikini desafiando al tiempo, el ensueño de celebrar una boda con el mar de banda sonora, bailar descalzas al ritmo de los tambores fracasando en el enésimo intento de imitar los coordinados pasos de dabke, el saludo desde el mar a mis padres sentados a la sombra, el abrazo inmortalizado frente a la puesta de sol más bonita de todo el Líbano. Todo eso ya lo tenemos.
Pero, ¿y esos lugares? ¿Aún seguirán ahí? ¿Y sus gentes, sus encantadoras y relajadas gentes? ¿Dónde andarán? Aquellas a las que siempre saludábamos, incluso bromeábamos pese a no saber sus nombres. Las que parecían esperarnos al primer signo de un verano incipiente. Las mismas que, bajo las bombas, nos prometen una mariscada a nuestro retorno. Esas promesas selladas con la fortaleza libanesa. La resiliencia impuesta que tanto rechazan celebrar. Como si no pudieran vivir una vida digna por el simple hecho de ser seres humanos y no por haber logrado resistir a los embistes de su enemigo armado con euros y dólares.
A todas ellas les dedico esta carta de amor. Una más entre la masa incuantificable de devotas de esta ciudad. Más allá de las artificiales fronteras, Tiro tiene un séquito de amantes hoy unidas en sollozos. Dejo caer las lágrimas sobre el papel mientras trato de conservar una ciudad, aupar a un pueblo solo con mis palabras. Como si esta misiva pudiera devolver la paz que esas aguas cristalinas contaminadas aún conservan. Retiramos los escombros con nuestras propias manos, con todas las cartas venidas a la orilla de Tiro. La próxima vez que te lloremos será un domingo al atardecer vestidas de tu sal.