En las manos de Wafa guarda pruebas de la Historia. En esas manchas más oscuras sobre su piel queda el recordatorio del sufrimiento y la resistencia de su pueblo. En esos topos ennegrecidos, hubo una vez un cigarrillo apagándose al impactar contra la carne humana. Wafa se arremanga el vestido para mostrar orgullosa el mapa de supervivencia que se extiende hasta el codo. Son la prueba de su fortaleza, de una existencia de penurias imprimidas sobre la piel. Algunas querrían esconderlas, embadurnarlas de maquillaje para que cada gesto no se convierta en un recordatorio de aquel interrogatorio. Pero Wafa es libanesa del sur. Su proximidad geográfica con el enemigo les ha hecho víctimas de su crueldad escondida en proyectos expansionistas justificados por el intangible concepto de la seguridad. Ellas, lejos de convertirse en la víctima ideal, resisten agarradas a su herencia y al amor por su tierra. Por eso, jóvenes soldados apagaban cigarrillos sobre las manos de Wafa a finales del siglo pasado. Y ella lleva esa experiencia en una de las cárceles más crueles de aquellos años en una de las páginas de su pasaporte de vida. Al pronunciar ese nombre que, al oírlo, los ojos se abren con mayor admiración y fascinación, no sin un deje de pena, Wafa sonríe. «Tengo tantas historias que contar que no acabaríamos», me dice con alegría, como si cada una de ellas fuera un tesoro que sólo se encuentra en sí misma. También en su palabra esquiva y su paso hacia atrás. Porque, al sacar el micrófono, Wafa se escurre hasta dejar que aterrice frente a los labios de los hombres de su familia. Por eso, me aferro a lo poco que se le escapó cuando retiré el micrófono, a lo que me confesó en ese tiempo muerto a la espera de un autobús. Me aferro a ello y lo traslado aquí. Describo con las palabras esas manchas redondeadas sobre sus manos que no consideró lo suficientemente válidas para ser fotografiadas. Sin una prueba gráfica de su existencia, duermo con su imagen desde hace días. Esos topos oscuros nacidos en la oscuridad del encierro cuentan mucho más que cualquier libro de Historia. Y le pido más con la mirada. Mis ojos se abren ansiosos por saber más. Pero Wafa señala a su marido. Si a ella le quemaron la piel, a él le rompieron la nariz. Pasó el doble de tiempo en el interior de esos barracones. Pero no es eso lo que, a ojos de Wafa, le hace un interlocutor más válido para contarme esa página de su pasaporte compartido, aunque no igual.
Ahora, Wafa se va. Otra vez se va. Es el sexto desplazamiento en poco más de un año. Cruza una frontera que –como su hogar, como su tierra, como las casas de sus familiares, como esa misma cárcel, como su querido sur– ha sido bombardeada. Se va con las historias que atesora a vivir, tal vez a sufrir, otras decenas más. En sus manos estampadas, en la nariz desviada de su marido, Wafa lleva el recordatorio de la resistencia. Con esa misma misión imprimida sobre la piel, Wafa volverá. «Aunque tengamos que dormir en tiendas de campaña, volveremos a nuestra tierra», defiende antes de subirse al autobús. «Allí, en casa, te contaré mis historias».