De las tragedias siempre surgen preguntas. Dudas que las acompañan y que, a menudo, no se pueden responder. Como esta. ¿Por qué no hemos visto ningún cuerpo de las más de 200 víctimas mortales de la Dana en Valencia? Viene con esta otra. ¿Por qué vemos constantemente cadáveres de niñas palestinas, de mujeres palestinas, de hombres palestinos? ¿Por qué sólo estos cuerpos son aptos para el consumo público? O, más bien, ¿por qué los otros no lo son?
Plantear esta primera duda por sí sola conlleva una respuesta que ya puedo adelantar. Por respeto. No vemos cuerpos de valencianos y valencianas muertas por respeto. Por respeto a su privacidad, por respeto a su familia, a todas aquellas que las querían y las recuerdan vivas, efervescentes. Pero yo creo que la respuesta está en la necesidad, la necesidad de esas imágenes. No nos hace falta ver sus cadáveres porque nos creemos que existan, que sean tantas como dicen las autoridades. Son nuestras muertas y no van a ser usadas para la pornografía de la información, el arte o el morbo póstumo.
No obstante, las muertas ajenas siempre son puestas en duda. A ellas sí que las pervertimos, a ellas sí que las tenemos que ver para creérnoslas, para darlas por válidas, y, aún así, aún con el rostro cubierto de polvo y sangre de un niño que parece dormido, aún con los ojos bien abiertos y petrificados de una joven mujer en nuestras pantallas, quedan restos de dudas. Porque esas muertes son constantes, son muchas, son normales, son –casi– inevitables. Al cruzar el mar Mediterráneo (o quedarse en él) parece que las muertas se hagan costumbre, que sean, simplemente, sin que podamos hacer nada para detenerlas.
“¿Es que estas muertes no son consideradas muertes reales, y que estas vidas no son válidas para ser lloradas, porque son palestinas, o porque son víctimas de la guerra?”, se preguntaba Judith Butler hace ya dos décadas. “¿Cuál es la relación entre la violencia por la que estas vidas no dignas de ser lloradas fueron perdidas y la prohibición de su duelo público? ¿Son la violencia y la prohibición permutaciones de la misma violencia? ¿La prohibición del discurso se relaciona con la deshumanización de las muertes y las vidas?”. Veinte años después de todas esas incógnitas, yo creo que la respuesta es sí. El acto de morir por parte de estas personas es igual de violento que lo que se intenta imponer después. La deshumanización sufrida en vida se equipara a lo que le sucede en muerte, resumida en una sola palabra: olvido. No es solo que, al hablar del pueblo palestino (y del libanés, y del sirio, y del yemení, y del iraquí, y del africano, y del, y del…), tengamos completamente normalizado la muerte en su seno, los asesinatos, sino que ocurren a tan grandes cantidades que parecen aceptables. Disculpen la osadía. En Valencia un temporal avivado por una mala gestión pública mató a más de 200 personas en un solo día. En Gaza el Ejército israelí y sus necropolíticas matan a 250 palestinas de media diaria, según calculó Oxfam en enero. ¿Por qué esos números no nos duelen? ¿Por qué no nos hacen arrancarnos de cuajo la camisa, bramar al cielo y quemarlo todo? ¿Por qué les dejamos que sean reducidos a números?
Ellas mismas, las víctimas, incluso muertas, son forzadas a luchar por su propia humanidad para que sus muertes sean dignas de ser lloradas. En su intento de atravesarnos, nos entregan sus muertas. Cogen a sus hijas ensangrentadas, llenas de polvo y vacías de vidas y las plantan frente a la cámara. “¡Tomad! ¿Nos creéis ahora?”, parecen increparnos. “¿Vais a hacer algo ya?”, gritan entre los aullidos de un ejército de padres en perpetuo duelo. Por eso, en Gaza, vemos los rostros de las muertas, a lo que se aferraban cuando el misil israelí las eligió, el último peinado hecho con mimo, la forma que, de forma inútil, sigue protegiéndomelas su cuerpo ya inerte. Podríamos memorizar sus vestidos, sus caras de descanso final, el color en el que se ha transformado su piel, los zapatos aún aferrados al final de sí mismas. Obsesionarnos con sus facciones no las hará más dignas de ser lloradas en el fórum mundial del duelo. Tal vez si recordamos los rostros de quienes las lloran, de los hombres y mujeres que sacuden cadáveres para obligarles a despertar del sueño definitivo, puede que les reconozcamos en unas semanas, unos días o unas horas cuando encuentren el mismo destino. No nos atreveremos a verbalizarlo pero todas sabemos que nuestra inacción aceleró que hallasen el mismo desenlace. Entonces, ya no quedará nadie que recuerde sus nombres, nadie que sepa decirnos cuál era su color favorito ni que sueño le mantenía con vida, nadie que se estremezca al toparse con su olor. No habrá nadie que nos lance su muerte a la cara, que nos increpe a través de la pantalla, nadie forzado a renunciar a llorar a las suyas en la privacidad de su hogar porque no tienen uno. Volverá su vida al lugar que le pertenece, el anonimato, el olvido, el nunca ocurrió porque no hay nadie para corroborarlo. Y todas ellas morirán constantemente. Morirán como una constante, como en perpetuo estado de extinción. Nosotras probablemente no llegaremos a darnos cuenta. Por mucho que nos enseñen a sus muertas da la impresión de ser un video roto en eterna repetición. Nuestras vidas nunca se detuvieron cuando se terminaron las suyas. Ni la primera vez, ni la segunda vez, ni en la 43.630ª ocasión. Y mucho menos ahora. Estamos demasiado ocupadas llorándonoslas a nuestras muertas. Unas que no tienen rostro, ni cuerpos desfigurados, y puede que, por eso, se merezcan las lágrimas de todo un país vertidas al unísono.