Llevo el polvo de las ruinas de decenas de vidas en el bajo de mi pantalón. Las partículas grises han teñido todo el paisaje con un deje de apocalipsis. Y la nube que levanta cualquier movimiento sobre los escombros instala un sabor amargo en mi garganta. Ante la vastedad de la violencia, ya llevaba días bloqueada. ¿Cómo hablar si solo nos rodea un dolor injusto, un desgarro impuesto? ¿Cómo escribir si soy incapaz de poner el punto final? ¿Cómo resumir todo ese calvario para que los llantos grabados no sean en vano? Escribo cada día, informo a todas horas pero ya no tengo palabras. Agotadas, como yo, se me presentan insuficientes.
Por eso, aprieto sobre el disparador con violencia. Como si estuviera golpeando con mi dedo al dron que zumba a todas horas sobre nuestras cabezas. Consciente de mi falta de talento fotográfico, me escudo tras mi cámara para intentar capturarlo todo. Llenar los silencios con los retratos. Me obsesiono con los objetos que se han quedado entre las ruinas. Ese vestido de tul y lentejuelas que elevó un diminuto cuerpo a la realeza mientras lo llevaba puesto. Los dos girasoles impolutos sin una mota de polvo en sus pétalos. Cuento los coches carbonizados con los dedos de las manos y se me agotan. Esa Minnie Mouse que sonríe, ajena a la destrucción que la rodea. Los libros puestos en pie para no olvidar que, entre los escombros, continúa la resistencia. Esa misma que ejercen un puñado de albañiles desde el balcón con las peores vistas de Beirut. Está hecha de ladrillos y yeso. Y en esa baranda en rápida reconstrucción es donde hallo los motivos para ponerme en pie con sus plantas bien aferradas a la tierra libanesa. En ese esfuerzo colectivo por devolver la vida y la seguridad al templo que es un balcón reside la fuerza de esta Beirut. Una ciudad, la nuestra, en perpetuo vigor.